10.17.2007

Texto I. La Caverna de Platón. Susan Sontang

La humanidad persiste irredimiblemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre ancestral, con meras imágenes de la verdad. Pero educarse mediante fotografías no es lo mismo que educarse mediante imágenes más antiguas, más artesanales. En primer lugar, son muchas más las imágenes del entorno que reclaman nuestra atención. El inventario comenzó en 1839 y desde entonces se ha fotografiado casi todo, o eso parece. Esta misma avidez de la mirada fotográfica cambia las condiciones del confinamiento en la caverna, nuestro mundo. Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión. Por último, el resultado más imponente del empeño fotográfico es darnos la impresión de que podemos contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes.
Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo. El cine y los programas de televisión iluminan las paredes, vacilan y se apagan; pero con las fotografías fijas la imagen es también un objeto, ligero, de producción barata, que se transporta, acumula y almacena fácilmente. En Les Carabiniers [«Los carabineros»] (1963), de Godard, dos perezosos lumpen campesinos se alistan en el ejército del rey tentados con la promesa de que podrán saquear, violar, matar o hacer lo que se les antoje con el enemigo, y enriquecerse. Pero la maleta del botín que Michel-Ange y Ulysse llevan triunfalmente a sus mujeres, años después, resulta que sólo contiene postales, cientos de postales, de Monumentos, Tiendas, Mamíferos, Maravillas de la Naturaleza, Medios de Transporte, Obras de Arte y otros clasificados tesoros del mundo entero. La broma de Godard parodia con vivacidad el encanto equívoco de la imagen fotográfica. Las fotografías son quizás los objetos más misteriosos que constituyen, y densifican, el ambiente que reconocemos como moderno. Las fotografías son en efecto experiencia capturada y la cámara es el arma ideal de la conciencia en su talante codicioso.
Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado. Significa establecer con el mundo una relación determinada que parece conocimiento, y por lo tanto poder. Una primera y hoy célebre caída en la alienación, la cual habituó a la gente a abstraer el mundo en palabras impresas, se supone que engendró ese excedente de energía fáustica y deterioro psíquico necesarios para construir las modernas sociedades inorgánicas. Pero lo impreso parece una forma mucho menos engañosa de lixiviar el mundo, de convertirlo en objeto mental, que las imágenes fotográficas, las cuales suministran hoy la mayoría de los conocimientos que la gente exhibe sobre la apariencia del pasado y el alcance del presente. Lo que se escribe de una persona o acontecimiento es llanamente una interpretación, al igual que los enunciados visuales hechos a mano, como las pinturas o dibujos. Las imágenes fotográficas menos parecen enunciados acerca del mundo que sus fragmentos, miniaturas de realidad que cualquiera puede hacer o adquirir.
Las fotografías, que manosean la escala del mundo, son a su vez reducidas, ampliadas, recortadas, retocadas, manipuladas, trucadas. Envejecen, atacadas por las consabidas dolencias de los objetos de papel; desaparecen; se hacen valiosas, y se compran y venden; se reproducen. Las fotografías, que almacenan el mundo, parecen incitar el almacenamiento. Se adhieren en álbumes, se enmarcan y se ponen sobre mesas, se clavan en paredes, se proyectan como diapositivas. Los diarios y revistas las destacan; los policías las catalogan; los museos las exhiben; las editoriales las compilan.
Durante muchos decenios el libro fue el modo más influyente de ordenar (y por lo común de reducir) fotografías, garantizando así su longevidad, si no su inmortalidad —las fotografías son objetos frágiles que se rompen o extravían con facilidad—, y un público más amplio. La fotografía en un libro es, obviamente, la imagen de una imagen. Pero ya que es, para empezar, un objeto impreso, liso, una fotografia pierde su carácter esencial mucho menos que un cuadro cuando se la reproduce en un libro. Con todo, el libro no es un arreglo enteramente satisfactorio para poner en circulación general conjuntos de fotografías. La sucesión en que han de mirarse las fotografías la propone el orden de las páginas, pero nada obliga a los lectores a seguir el orden recomendado ni indica cuanto tiempo han de dedicar a cada una. La película Sij’avais quatre clromadaires [<~Si tuviera cuatro dromedarios»] (1966) de Chris Marker, una meditación brillantemente orquestada sobre fotografías de todo género y asunto, propone un modo más sutil y riguroso de almacenar (y ampliar) fotografías fijas. Se imponen el orden y el tiempo exacto de contemplación, y se gana en legibilidad visual e impacto emocional. Pero las fotografias transcritas en una película dejan de ser objetos coleccionables, como lo son aún cuando se presentan en libros.
Las fotografías procuran pruebas. Algo que sabemos de oídas pero de lo cual dudamos, parece demostrado cuando nos muestran una fotografía. En una versión de su utilidad, el registro de la cámara incrimina. A partir del uso que les dio la policía de París en la sanguinaria redada de los communarclsen junio de 1871, los estados modernos emplearon las fotografías como un instrumento útil para la vigilancia y control de poblaciones cada vez más inquietas. En otra versión de su utilidad, el registro de la cámara justifica. Una fotografía pasa por prueba incontrovertible de que sucedió algo determinado. La imagen quizás distorsiona, pero siempre queda la suposición de que existe, o existió algo semejante a lo que está en la imagen. Sean cuales fueren las limitaciones (por diletantismo) o pretensiones (por el arte) del propio fotógrafo, una fotografía —toda fotografía— parece entablar una relación más ingenua, y por lo tanto más precisa, con la realidad visible que otros objetos miméticos. Aun los virtuosos de la imagen noble como Alfred Stieglitz y Paul Strand, al componer fotografías vigorosas e inolvidables un decenio tras otro, buscan ante todo mostrar algo «allá fuera», al igual que el dueño de una Polaroid para quien las fotografías son un medio práctico y rápido de tomar apuntes o el entusiasta del obturador que con una Brownie hace instantáneas como recuerdos de su vida cotidiana.
Si bien una pintura o una descripción en prosa nunca pueden ser más que estrechas interpretaciones selectivas, una fotografía puede tratarse como una estrecha diapositiva selectiva. Pero a pesar de la supuesta veracidad que confiere autoridad, interés, fascinación a todas las fotografías, la labor de los fotógrafos no es una excepción genérica a las relaciones a menudo sospechosas entre el arte y la verdad. Aun cuando a los fotógrafos les interese sobre todo reflejar la realidad, siguen acechados por los tácitos imperativos del gusto y la conciencia. Los inmensamente talentosos integrantes del proyecto fotográfico de la Farm SecurityAdministration [Dirección del Seguro Agrario], a fines de los años treinta (Walker Evans, Dorothea Lange, Ben Shahn, Russell Lee, entre otros) hacían docenas de fotografias frontales de uno de sus aparceros hasta que se sentían satisfechos de haber conseguido el aspecto adecuado en la película: la expresión precisa en el rostro del sujeto que respaldara sus propias nociones de la pobreza, la luz, la dignidad, la textura, la explotación y la geometría. Cuando deciden la apariencia de una imagen, cuando prefieren una exposición a otra, los fotógrafos siempre imponen pautas a sus modelos. Aunque en un sentido la cámara en efecto captura la realidad, y no sólo la interpreta, las fotografias son una interpretación del mundo tanto como las pinturas y los dibujos. Las ocasiones en que el acto de fotografiar es relativamente indiscriminado, promiscuo o modesto no merman el didactismo de todo el empeño. Esta misma pasividad —y ubicuidad— del registro fotográfico es el «mensaje» de la fotografía, su agresión.
Las imágenes que idealizan (como casi todas las fotografías de modas y animales) no son menos agresivas que la obra que hace de la llaneza una virtud (como las fotografías clasistas, las naturalezas muertas del tipo más desolado y los retratos de criminales). Todo uso de la cámara implica una agresión. Esto es tan patente en 1840 y 1850, los primeros dos gloriosos decenios de la fotografía, como en todos los sucesivos, cuando la tecnología posibilitó una difusión siempre creciente de esa mentalidad que mira el mundo como un conjunto de fotografías en potencia. Aun en los primeros maestros como David Qctavius Hill y Julia Margaret Cameron, que emplearon la cámara como medio de obtención de imágenes pictóricas, el propósito de hacer fotografías fue un inmenso alejamiento de la meta de los pintores. Desde sus inicios, la fotografía implicó la captura del mayor número posible de temas. La pintura jamás había tenido una ambición tan imperial. La ulterior industrialización de la tecnología de la cámara sólo cumplió con una promesa inherente a la fotografía desde su mismo origen: democratizar todas las experiencias traduciéndolas a imágenes.
Aquella época en que hacer fotografías requería de un artefacto incómodo y caro —el juguete de los ingeniosos, los ricos y los obsesos— parece, en efecto, muy remota de la era de elegantes cámaras de bolsillo que induce a todos a hacer fotos. Las primeras cámaras, fabricadas en Francia e Inglaterra a principios de la década de 1840, sólo podían ser operadas por inventores y entusiastas. Como entonces no había fotógrafos profesionales, tampoco podía haber aficionados, y la fotografía no tenía un uso social claro; era una actividad gratuita, decir artística, si bien con pocas pretensiones de serlo. Sólo con la industrialización la fotografía alcanzó la plenitud del arte. Así como la industrialización confirió utilidad social a las operaciones del fotógrafo, la reacción contra esos usos reforzó la inseguridad de la fotografía en cuanto arte.
Recientemente la fotografía se ha transformado en una diversión casi tan cultivada como el sexo y el baile, lo cual significa que la fotografía, como toda forma artística de masas, no es cultivada como tal por la mayoría. Es sobre todo un rito social, una protección contra la ansiedad y un instrumento de poder.
La conmemoración de los logros de los individuos en tanto miembros de una familia (así como de otros grupos) es el primer uso popular de la fotografía. Durante un siglo al menos, la fotografía de bodas ha formado parte de la ceremonia tanto como las fórmulas verbales prescritas. Las cámaras se integran en la vida familiar. Según un estudio sociológico realizado en Francia, casi todos los hogares tienen cámara, pero las probabilidades de que haya una cámara en un hogar con niños comparado con uno sin niños es del doble. No fotografiar a los propios hijos, sobre todo cuando son pequeños, es señal de indiferencia de los padres, así como no posar para la foto de graduación del bachillerato es un gesto de rebelión adolescente.
Mediante las fotografías cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos. Poco importa cuáles actividades se fotografían siempre que las fotos se hagan y aprecien. La fotografía se transforma en rito de la vida familiar justo cuando la institución misma de la familia, en los países industrializados de Europa y América, empieza a someterse a una operación quirúrgica radical. A medida que esa unidad claustrofóbica, el núcleo familiar, se extirpaba de un conjunto familiar mucho más vasto, la fotografía la acompañaba para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y el ocaso del carácter extendido de la vida familiar. Estas huellas espectrales, las fotografías, constituyen la presencia vicaria de los parientes dispersos. El álbum familiar se compone generalmente de la familia extendida, y a menudo es lo único que ha quedado de ella.
Si las fotografias permiten la posesión imaginaria de un pasado irreal también ayudan a tomar posesión de un espacio donde la gente está insegura. Así, la fotografía se desarrolla en conjunción con una de las actividades modernas más características: el turismo. Por primera vez en la historia, grupos numerosos de gente abandonan sus entornos habituales por breves períodos. Parece decididamente anormal viajar por placer sin llevar una cámara. Las fotografías son la prueba irrecusable de que se hizo la excursión, se cumplió el programa, se gozó del viaje. Las fotografías documentan secuencias de consumo realizadas en ausencia de la familia, los amigos, los vecinos. Pero la dependencia de la cámara, en cuanto aparato que da realidad a las experiencias, no disminuye cuando la gente viaja más. El acto de fotografiar satisface las mismas necesidades para los cosmopolitas que acumulan trofeos fotográficos de su excursión en barco por el Nilo o sus catorce días en China, que para los turistas de clase media que hacen instantáneas de la Torre Eiffel o las cataratas del Niágara.
El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla:
cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante. El método seduce sobre todo a gente subyugada a una ética de trabajo implacable: alemanes, japoneses y estadounidenses. El empleo de una cámara atenúa su ansiedad provocada por la inactividad laboral cuando están en vacaciones y presuntamente divirtiéndose. Cuentan con una tarea que parece una simpática imitación del trabajo: pueden hacer fotos.
La gente despojada de su pasado parece la más ferviente entusiasta de las fotografias, en su país y en el exterior. Todos ios integrantes de una sociedad industrializada son obligados poco a poco a renunciar al pasado, pero en algunos países, como Estados Unidos y Japón, la ruptura ha sido especialmente traumática. A principios de los años setenta, la fábula del impetuoso turista estadounidense de los cincuenta y sesenta, cargado de dólares y materialismo, fue reemplazada por el enigma del gregario turista japonés, nuevamente liberado de su isla y prisión por el milagro del yen sobrevaluado y casi siempre armado con dos cámaras, una en cada lado de la cadera.
La fotografia se ha transformado en uno de los medios principales para experimentar algo, para dar una apariencia de participación. Un anuncio a toda página muestra un pequeño grupo de apretujada gente de pie, atisbando fuera de la fotografía; todos salvo uno parecen aturdidos, animados, contrariados. El de la expresión diferente sujeta una cámara ante el ojo, parece tranquilo, casi sonríe. Mientras los demás son espectadores pasivos, obviamente alarmados, poseer una cámara ha transformado a la persona en algo activo, un voyeur: sólo él ha dominado la situación. ¿Qué ven esas personas? No lo sabemos. Y no importa. Es un acontecimiento: algo digno de verse, y por lo tanto digno de fotografiarse. El texto del anuncio, letras blancas sobre el oscuro tercio inferior de la imagen como el despacho noticioso de un teletipo, consiste sólo en seis palabras: «... Praga... Woodstock... Vietnam... Sapporo... Londonderry... LEICA». Esperanzas frustradas, humoradas juveniles, guerras coloniales y deportes de invierno son semejantes: la cámara los iguala. Hacer fotografías ha implantado en la relación con el mundo un voyeurismo crónico que uniforma la significación de todos los acontecimientos.
Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo, y uno que se arroga derechos cada vez más perentorios para interferir, invadir o ignorar lo que esté sucediendo. Nuestra percepción misma de la situación ahora se articula por las intervenciones de la cámara. La omnipresencia de las cámaras insinúa de modo persuasivo que el tiempo consiste en acontecimientos interesantes, dignos de fotografiarse. Esto a su vez permite sentir fácilmente que a cualquier acontecimiento, una vez en marcha, y sea cual fuera su carácter moral, debería permitírsele concluir para que algo más pueda añadirse al mundo, la fotografía. Una vez terminado el acontecimiento, la fotografía aún existirá, confiriéndole una especie de inmortalidad (e importancia) de la que jamás habría gozado de otra manera. Mientras personas reales están por ahí matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo permanece detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de imágenes que procura sobrevivir a todos.
Fotografiar es esencialmente un acto de no intervención. Parte del horror de las proezas del fotoperiodismo contemporáneo tan memorables como las de un bonzo vietnamita que coge el bidón de gasolina y un guerrillero bengalí que atraviesa con la bayoneta a un colaboracionista maniatado proviene de advertir cómo se ha vuelto verosímil, en situaciones en las cuales el fotógrafo debe optar entre una fotografía y una vida, optar por la fotografía. La persona que interviene no puede registrar; la persona que registra no puede intervenir. La gran película de Dziga Vertov Cieloviek ~ Kinoapparatom [«El hombre de la cámara»] (1929) nos brinda la imagen ideal del fotógrafo como alguien en movimiento perpetuo, alguien que atraviesa un panorama de acontecimientos dispares con tal agilidad y celeridad que toda intervención es imposible. Rear Window [«La ventana indiscretal (1954) de Hitchcock nos brinda la imagen complementaria: el fotógrafo interpretado por James Stewart entabla una relación intensa con un suceso a través de la cámara precisamente porque tiene una pierna rota y está confinado a una silla de ruedas; la inmovilidad temporal le impide intervenir en lo que ve, y vuelve aún más importante hacer fotografías. Aunque sea incompatible con la intervención física, el empleo de la cámara sigue siendo un modo de participación. Aunque la cámara sea un puesto de observación, el acto de fotografiar es algo más que observación pasiva. Como el voyeurismo sexual, es una manera de alentar, al menos tácitamente, a menudo explícitamente, la continuación de lo que esté ocurriendo. Hacer una fotografía es tener interés en las cosas tal como están, en un statu quo inmutable (al menos por el tiempo que se tarda en conseguir una «buena» imagen), ser cómplice de todo lo que vuelva interesante algo, digno de fotografiarse, incluido, cuando ése es el interés, el dolor o el infortunio de otra persona.
«Siempre me pareció que la fotografía era una cosa traviesa; para mí fue uno de sus aspectos favoritos —escribió Diane Arbus—, y cuando lo hice por primera vez me sentí muy perversa». Ser fotógrafo profesional puede parecer «travieso», por usar la expresión pop de Arbus, si el fotógrafo (1966), Antonioni muestra al fotógrafo de modas rondando convulsivo el cuerpo de Verushka mientras suena la cámara. ¡Vaya travesura! En efecto, el empleo de una cámara no es buen modo de tentar a alguien sexualmente. Entre el fotógrafo y el tema tiene que mediar distancia. La cámara no viola, ni siquiera posee, aunque pueda atreverse, entrometerse, invadir, distorsionar, explotar y, en el extremo de la metáfora, asesinar: actividades que a diferencia de los empujes y tanteos sexuales pueden realizarse de lejos, y con alguna imparcialidad.
Hay una fantasía sexual mucho más intensa en la extraordinaria Peeping Tom [«El fotógrafo del pánico»] (1960) de Michael Powell, una película que no trata de un mirón sino de un psicópata que mata a las mujeres al fotografiarlas, con un arma escondida en la cámara. Nunca jamás las toca. No desea sus cuerpos; quiere la presencia de esas mujeres en forma de imágenes fílmicas —las que las muestran en trance de muerte— que luego proyecta en su casa para su goce solitario. La película supone correspondencias entre la impotencia y la agresión, la mirada profesional y la crueldad, que señalan la fantasía central relacionada con la cámara. La cámara como falo es a lo sumo una tímida variante de la ineludible metáfora que todos emplean sin advertirlo. Por brumosa que sea nuestra conciencia de esta fantasía, se la nombra sin sutilezas cada vez que hablamos de «cargar» y «apuntar» una cámara, de «apretar el disparador». Era más complicado y difícil recargar una cámara antigua que un mosquete Bess marrón. La cámara moderna quiere ser una pistola de rayos. Se lee en un anuncio:
La Yashica Electro-35 es ia cámara de la era espacial que encantará a su familia. Haga hermosas fotos de o de noche. Automáticamente. Sin complicaciones. Sólo apunte, en-foque y dispare. El cerebro y obturador electrónicos de la GT harán el resto.
La cámara, como el automóvil, se vende como un arma depredadora, un arma tan automática como es posible, lista para saltar. El gusto popular espera una tecnología cómoda e invisible. Los fabricantes confirman a la clientela que fotografiar no requiere pericia ni habilidad, que la máquina es omnisapiente y responde a la más ligera presión de la voluntad. Es tan simple como encender el arranque o apretar el gatillo.
Como las armas y los automóviles, las cámaras son máquinas que cifran fantasías y crean adicción. Sin embargo, pese a las extravagancias de la lengua cotidiana y la publicidad, no son letales. En la hip&bole que publicita los automóviles como armas hay al menos un asomo de verdad: salvo en tiempos de guerra, los automóviles matan a más personas que las armas. La cámara/arma no mata, así que la ominosa metáfora parece un me- ro alarde, como la fantasía masculina de tener un fusil, cuchillo o herramienta entre las piernas. No obstante, hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseidos simbólicamente. Así como la cámara es una sublimación del arma, fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando, digno de una época triste, atemorizada.
Quizás con el tiempo la gente aprenda a descargar más agresiones con cámaras y menos con armas, y el precio será un mundo aún más atragantado de imágenes. Una situación donde la gente está sustituyendo balas por película es el safari fotográfico que está reemplazando los safaris armados en África oriental. Los cazadores empuñan Hasselblads en vez de Winchesters; en vez de mirar por la mirilla telescópica para apuntar un rifle, miran a través de un visor para encuadrar la imagen. En la Londres finisecular, Samuel Butler se lamentaba de que «hay un fotógrafo detrás de cada arbusto, merodeando como un león rugiente en busca de alguien al que devorar». El fotógrafo ataca ahora a bestias reales, asediadas y demasiado escasas para matarlas. Las armas se han transformado en cámaras en esta comedia formal, el safari ecológico, porque la naturaleza ya no es lo que siempre había sido: algo de lo cual la gente necesitaba protegerse. Ahora la naturaleza —domesticada, amenazada, frágil— necesita ser protegida de la gente. Cuando sentimos miedo, disparamos. Pero cuando sentimos nostalgia, hacemos fotos.
Ésta es una época nostálgica, y las fotografías promueven la nostalgia activamente. La fotografía es un arte elegíaco, un arte crepuscular. Casi todo lo que se fotografía, por ese mero hecho, está impregnado de patetismo. Algo feo o grotesco puede ser conmovedor porque la atención del fotógrafo lo ha dignificado. Algo bello puede ser objeto de sentimientos tristes porque ha envejecido o decaído o ya no existe. Todas las fotografías son momentos muertos. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa. Precisamente porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo.
Las cámaras comenzaron a duplicar el mundo en momentos en que el paisaje humano empezaba a sufrir un vertiginoso ritmo de cambios: mientras se destruye un número incalculable de formas de vida biológica y social en un breve período, se obtiene un artefacto para registrar lo que está desapareciendo. El París melancólico e intrincado de Atget y Brassaí ya casi no existe. Como los parientes y amigos muertos conservados en el álbum familiar, cuya presencia en fotografías exorciza algo de la ansiedad y el remordimiento provocados por su desaparición, las fotografías de barrios hoy demolidos, de zonas rurales desfiguradas y estériles, nos procuran una relación de bolsillo con el pasado.
Una fotografía es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías —sobre todo las de personas, de paisajes distantes y ciudades remotas, de un pasado desaparecido— incitan a la ensoñación. La percepción de lo inalcanzable que pueden evocar las fotografías se suministra directamente a los sentimientos eróticos de quienes ven en la distancia un acicate del deseo. La foto del amante escondida en la billetera de una mujer casada, el cartel fotográfico de una estrella de rock fijado sobre la cama de una adolescente, el retrato de propaganda del político prendido a la solapa del votante, las instantáneas de los hijos del taxista en la visera: todos los usos talismánicos de las fotografías expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica; son tentativas de alcanzar o apropiarse de otra realidad.
Las fotografías pueden incitar el deseo del modo más directo y utilitario, como cuando alguien colecciona imágenes de ejemplos anónimos de lo deseable como estímulo para la masturbación. El asunto es mas complejo cuando se emplean fotografías para estimular el impulso moral. El deseo no tiene historia, o por lo menos se vive en cada instancia como puro primer plano e inmediatez. Es suscitado por arquetipos y en ese sentido es abstracto. Pero los sentimientos morales están empotrados en la historia, cuyos personajes son concretos, cuyas situaciones son siempre específicas. Así, normas casi opuestas rigen el uso de fotografías para despertar el deseo y para despertar la conciencia. Las imágenes que movilizan la conciencia están siempre ligadas a una determinada situación histórica. Cuanto mas generales sean, menos probable será su eficacia.
Una fotografía que trae noticias de una insospechada zona de la miseria no puede hacer mella en la opinión pública a menos que haya un contexto apropiado de disposición y actitud. Las fotografías de Mathew Brady y sus colegas sobre tos horrores de los campos de batalla no disuadieron ni un poco a la gente de continuar la Guerra de Secesión. Las fotografías de los andrajosos y esqueléticos prisioneros de Andersonville inflamaron la opinión pública del Norte... contra el Sur. (El efecto de las fotografías de Andersonville, en parte, debió de producirse por la novedad misma, en esa época, de ver fotografías.) La comprensión política que muchos estadounidenses alcanzaron en los años sesenta les permitió, cuando miraban las fotografías que en 1942 Dorothea Lange hizo de los nisei de la Costa Oeste transportados a campos de internamiento, reconocer la índole del tema: un crimen del gobierno contra un grupo numeroso de ciudadanos estadounidenses. En los años cuarenta poca gente habría tenido una reacción tan inequívoca ante esas fotografías; las bases para un juicio semejante estaban cubiertas por el consenso belicista. Las fotografías no pueden crear una posición moral, pero sí consolidarla; y también contribuir a la construcción de una en cierne.
Las fotografías pueden ser más memorables que las imágenes móviles, pues son fracciones de tiempo nítidas, que no fluyen. La televisión es un caudal de imágenes indiscriminadas, y cada cual anula a la precedente. Cada fotografía fija es un momento privilegiado convertido en un objeto delgado que se puede guardar y volver a mirar. Fotografías como la que cubrió la primera plana de casi todos los diarios del mundo en 1972 —una niña survietnamita desnuda recién rociada con napalm estadounidense que corre hacia la cámara por una carretera, chillando de dolor, con los brazos abiertos— probablemente contribuyeron más que cien horas de atrocidades televisadas a incrementar la repugnancia del público ante la guerra.
Nos gustaría imaginar que el público estadounidense no habría sido tan unánime en su aprobación de la guerra de Corea si se le hubiesen presentado pruebas fotográficas de su devastación, en algunos sentidos un ecocidio y genocidio aún mas rotundos que los infligidos en Vietnam un decenio más tarde. Pero la suposición es trivial. El público no vio esas fotografías porque no había espacio ideológico para ellas. Nadie trajo fotografías de la vida cotidiana en Pyongyang para mostrar que el ene- migo tenía un rostro humano, como las que Felix Greene y Marc Riboud trajeron de Hanoi. Los estadounidenses sí tuvieron acceso a fotografías del sufrimiento de los vietnamitas (muchas de ellas procedentes de fuentes militares y producidas con una intención muy diferente) porque los periodistas se sintieron respaldados en su esfuerzo por obtener aquellas imágenes, pues un conjunto importante de personas había definido el acontecimiento como una guerra colonialista salvaje. La guerra de Corea fue entendida de otro modo —como parte de la justa lucha del Mundo Libre contra la Unión Soviética y China— y, dada esa caracterización, fotografiar la crueldad de la desmedida potencia de fuego estadounidense habría sido irrelevante.
Aunque un acontecimiento ha llegado a significar, precisamente algo digno de fotografiarse aún es la ideología (en el sentido más amplio) lo que determina qué constituye un acontecimiento. No puede haber pruebas, fotográficas o cualesquiera, de un acontecimiento hasta que recibe nombre y se lo caracteriza. Y las pruebas fotográficas jamás los estructuran —más propiamente identifican—; la contribución de la fotografía siempre sigue al nombre del acontecimiento. Lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por fotografías es la existencia de una conciencia política relevante. Sin política, las fotografías del matadero de la historia simplemente se vivirán, con toda probabilidad, como irreales o como golpes emocionales desmoralizadores. La índole de la emoción, incluido el agravio moral, que la gente puede acopiar ante las fotografías de los oprimidos, los explotados los hambrientos y los masacrados también depende del grado de frecuentación de estas imágenes. Las fotografías de los biafreños demacrados que Don McCullin hizo a principios de los años setenta fueron para algunas personas menos impactantes que las de las víctimas de la hambruna en la India realizadas en los años cincuenta por Werner Bischof porque esas imágenes se habían vuelto triviales, y las fotografías de familias tuareg muriendo de inanición al sur del Sáhara difundidas en revistas del mundo entero en 1973 debieron parecer a muchos una insoportable repetición en una ya familiar exhibición de atrocidades.
Las fotografías causan impacto en tanto que muestran algo novedoso. Infortunadamente el incremento del riesgo no cesa; en parte a causa de la proliferación misma de tales imágenes de horror. El primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo es una suerte de revelación, la prototípica revelación moderna: una epifanía negativa. Para mí, fueron las fotografías de Bergen Belsen y Dachau que encontré por casualidad en una librería de Santa Monica en julio de 1945. Nada de lo que he visto —en fotografías o en la vida real— me afectó jamás de un modo tan agudo, profundo, instantáneo. En efecto, me parece posible dividir mi vida en dos partes, antes de ver esas fotografías (yo tenía doce años de edad) y después, si bien transcurrieron algunos años antes de que comprendiera cabalmente de qué trataban. ¿Qué mérito había en verlas? Eran meras fotografías: de un acontecimiento del que yo apenas sabía algo y que no podía afectar, de un sufrimiento que casi no podía imaginar y que no podía remediar. Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no sólo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a atiesarse; algo murió; algo gime todavía.
Sufrir es una cosa; otra es convivir con las imágenes fotográficas del sufrimiento, que no necesariamente fortifican la conciencia ni la capacidad de compasión. También pueden corromperlas. Una vez que se han visto tales imágenes, se recorre la pendiente de ver más. Y más. Las imágenes pasman. Las imágenes anestesian. Un acontecimiento conocido mediante fotografías sin duda adquiere más realidad que si jamás se hubieran visto: piénsese en la guerra de Vietnam. (Como ejemplo inverso, piénsese en el archipiélago del Gulag, del cual no tenemos fotografías.) Pero después de una exposición repetida a las imágenes también el acontecimiento pierde realidad.
Para el mal rige la misma ley que para la pornografía. El impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición, tal como la sorpresa y el desconcierto ante una primera película pornográfica se desgastan cuando se han visto unas cuantas más. Ese tabú que nos provoca indignación y aflicción no es mucho más tenaz que el tabú que regula la definición de lo obsceno. Y ambos han sufrido rigurosísimas pruebas en los últimos años. El vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia en el mundo entero le ha dado a cada cual determinada familiaridad con lo atroz, volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo familiar, remoto («es sólo una fotografía»), inevitable. En la época de las primeras fotografías de los campos de concentración nazis, esas imágenes no eran triviales en absoluto. Después de treinta años quizás se haya llegado a un punto de saturación. En estas últimas décadas, la fotografía «comprometida» ha contribuido a adormecer la conciencia tanto como a despertarla.
El contenido ético de las fotografías es frágil. Con la posible excepción de imágenes de horrores como los campos nazis, que han alcanzado la categoría de puntos de referencia éticos, la mayor parte de las fotografías pierde su peso emocional. Una de 1900, que entonces conmovía a causa del tema, quizás hoy nos conmueva porque es una fotografía hecha en 1900. Las peculiares cualidades e intenciones de las fotografías tienden a ser enguludas en el pathos generalizado de la añoranza. La distancia estética parece incorporada a la experiencia misma de mirar fotografías, si no de inmediato, sin duda con el paso del tiempo. El tiempo termina por elevar casi todas las fotografías, aun las más inexpertas, a la altura del arte.
La industrialización de la fotografía permitió su rápida absorción en los usos racionales —o sea burocráticos— que rigen la sociedad. Las fotografías dejaron de ser imágenes de juguete para formar parte del decorado general del ambiente, hitos y confirmaciones de esa aproximación reduccionista a la realidad que se considera realismo. Las fotografías fueron puestas al servicio de importantes instituciones de control, sobre todo la familia y la policía, como objetos simbólicos e informativos. Así, en la catalogación burocrática del mundo, muchos documentos importantes no son válidos a menos que se les adjunte una muestra fotográfica del rostro del ciudadano.
La visión «realista» del mundo compatible con la burocracia redefine el conocimiento como técnicas e información. Las fotografías se valoran porque suministran información. Dicen qué hay, hacen un inventario. Para los espías, meteorólogos, jueces de instrucción, arqueólogos y otros profesionales de la información, tienen un valor inestimable. Pero en las situaciones en que la mayoría de la gente usa las fotografías, su valor informativo es del mismo orden que el de la ficción. La información que pueden suministrar las fotografías empieza a parecer muy importante en ese momento de la historia cultural cuando se piensa que todos tienen derecho a algo llamado noticia. Se tenía a las fotografías por un modo de suministrar información a gentes no muy habituadas a la lectura. El Daily News todavía se denomina a sí mismo el «diario ilustrado de Nueva York», una clave de su identidad populista. En el extremo opuesto de la escala, Le Monde, un diario diseñado para lectores sagaces, bien informados, no publica fotografía alguna. Se presume que, para tales lectores, una fotografía sólo podría ilustrar el análisis contenido en un artículo.
En torno de la imagen fotográfica se ha elaborado un nuevo sentido del concepto de información. La fotografía no es sólo una porción de tiempo, sino de espacio. En un mundo gobernado por imágenes fotográficas, todas las fronteras (el «encuadre») parecen arbitrarias. Todo puede volverse discontinuo, todo puede separarse de lo demás: sólo basta encuadrar el tema de otra manera. (Por el contrario, todo puede volverse adyacente de lo demás.) La fotografía refuerza una visión nominalista de la realidad social que consiste en unidades pequeñas en cantidad al parecer infinita, pues el número de fotografías que podría hacerse de cualquier cosa es ilimitado. Mediante las fotografías, el mundo se transforma en una serie de partículas inconexas e independientes; y la historia, pasada y presente, en un conjunto de anécdotas y faits divers. La cámara atomiza, controla y opaca la realidad. Es una visión del mundo que niega la interrelación, la continuidad, pero confiere a cada momento el carácter de un misterio. Toda fotografía tiene múltiples significados; en efecto, ver algo en forma de fotografía es estar ante un objeto de potencial fascinación. La sabiduría esencial de la imagen fotográfica afirma: «Ésa es la superficie. Ahora piensen —o más bien sientan, intuyan— qué hay más allá, cómo debe de ser la realidad si ésta es su apariencia». Las fotografías que en sí mismas no explican nada, son inagotables invitaciones a la deducción, la especulación y la fantasía.
La fotografía implica que sabemos algo del mundo silo aceptamos tal como la cámara lo registra. Pero esto es lo opuesto a la comprensión, que empieza cuando no se acepta el mundo por su apariencia. Toda posibilidad de comprensión está arraigada en la capacidad de decir no. En rigor, nunca se comprende nada gracias a una fotografía. Por supuesto, las fotografías colman los vacíos en nuestras imágenes mentales del presente y el pasado: por ejemplo, las imágenes de Jacob Rus sobre la sordidez de la Nueva York de 1880 son bruscamente instructivas para quienes ignoran que la pobreza urbana en los Estados Unidos decimonónicos era en verdad tan dickensiana. No obstante, la representación de la realidad de una cámara siempre debe ocultar más de lo que muestra. Como señala Brecht, una fotografía de las fábricas Krupp prácticamente no revela nada acerca de esa organización. Al contrario de la relación amorosa, que se basa en la apariencia de algo, la comprensión se basa en su funcionamiento. Y el funcionamiento es temporal, y debe ser explicado temporalmente. Sólo aquello que narra puede permitirnos comprender.
El límite del conocimiento fotográfico del mundo reside en que, si bien puede acicatear la conciencia, en definitiva nunca puede ser un conocimiento ético o político. El conocimiento obtenido mediante fotografías fijas siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo, sea cínico o humanista. Será un conocimiento a precios de liquidación: un simulacro de conocimiento, un simulacro de sabiduría, como el acto de fotografiar es un simulacro de posesión, un simulacro de violación. El silencio mismo de lo que, hipotéticamente, es comprensible en las fotografías constituye su atractivo y provocación. La omnipresencia de las fotografías ejerce un efecto incalculable en nuestra sensibilidad ética. Al poblar este mundo ya abarrotado con su duplicado en imágenes, la fotografía nos persuade de que el mundo está más disponible de lo que está en realidad.
La necesidad de confirmar la realidad y dilatar la experiencia mediante fotografías es un consumismo estético al que hoy todos son adictos. Las sociedades industriales transforman a sus ciudadanos en yonquis a las imágenes; es la forma m~is irresistible de contaminación mental. El anhelo profundo de belleza, de un término al sondeo bajo la superficie, de una redención y celebración del cuerpo del mundo, todos estos elementos eróticos se afirman en el placer que nos brindan las fotografías. Pero también se expresan otros sentimientos menos liberadores. No sería erróneo hablar de una compulsión a fotografiar: a transformar la experiencia misma en una manera de ver. En lo fundamental, tener una experiencia se transforma en algo idéntico a fotografiarla, y la participación en un acontecimiento público equivale cada vez más a mirarlo en forma de fotografía. El más lógico de los estetas del siglo xix, Mallarmé, afirmó que en el mundo todo existe para culminar en un libro. Hoy todo existe para culminar en una fotografía.
Cap. 1 del libro “Sobre la fotografía”, 1973, EE.UU. Ed. Argentina: Alfaguara, Bs.As. 2006

10.16.2007

Texto II. El Mundo de la Imagen. Susan Sontang

Siempre se ha interpretado la realidad a través de las relaciones que ofrecen las imágenes, y desde Platón los filósofos han intentado debilitar esa dependencia evocando un modelo de aprehensión de lo real libre de imágenes. Pero cuando a mediados del siglo XIX el modelo parecía a punto de alcanzarse, la retirada de los antiguos espejismos políticos y religiosos ante el avance del pensamiento humanista y científico no creó —como se suponía— deserciones en masa a favor de lo real. Por el contrario, la nueva era de la incredulidad fortaleció el sometimiento a las imágenes. El crédito que ya no podía darse a realidades entendidas en forma de imágenes se daba ahora a realidades tenidas por imágenes, ilusiones. En el prefacio a la segunda edición (1843) de La esencia del cristianismo, Feuerbach señala que «nuestra era» «prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser» —con toda conciencia de su predilección—. Y en el siglo xx esta denuncia premonitoria se ha transformado en un diagnóstico con el cual concuerdan muchos: que una sociedad llega a ser «moderna» cuando una de sus actividades principales es producir y consumir imágenes, cuando las imágenes ejercen poderes extraordinarios en la determinación de lo que exigimos a la realidad y son en sí mismas ansiados sustitutos de las experiencias de primera mano, se hacen indispensables para la salud de la economía, la estabilidad de la política y la búsqueda de la felicidad privada.
Las palabras de Feuerbach —que escribe pocos años después de la invención de la cámara— parecen, de modo más específico, un presentimiento del impacto de la fotografía. Pues las imágenes que ejercen una autoridad virtualmente ilimitada en una sociedad moderna son sobre todo las fotográficas, y el alcance de esa autoridad surge de las propiedades características de las imágenes registradas con cámaras.
Esas imágenes son de hecho capaces de usurpar la realidad porque ante todo una fotografía no es sólo una imagen (en el sentido en que lo es una pintura), una interpretación de lo real; también es un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria. Si bien un cuadro, aunque cumpla con las pautas fotográficas de semejanza, nunca es más que el enunciado de una interpretación, una fotografía nunca es menos que el registro de una emanación (ondas de luz reflejadas por objetos), un vestigio material del tema imposible para todo cuadro. Entre dos opciones ficticias, que Holbein el Joven hubiese vivido el tiempo suficiente para haber pintado a Shakespeare o que se hubiera inventado un prototipo de la cámara tan pronto como para haberlo fotografiado, la mayoría de los bardólatras elegiría la fotografía. Y no sólo porque la fotografía presuntamente nos mostraría cuál era la verdadera apariencia de Shakespeare, pues aunque la hipotética fotografía estuviera desdibujada, fuera apenas inteligible, una sombra parduzca, quizás seguiríamos prefiriéndola a otro glorioso Holbein. Tener una fotografía de Shakespeare equivaldría a tener un clavo de la Vera Cruz.
Casi todas las manifestaciones contemporáneas sobre la inquietud de que un mundo de imágenes está sustituyendo al mundo real siguen siendo un eco, como la de Feuerbach, de la depreciación platónica de la imagen: verdadera en cuanto se asemeja a algo real, falsa pues no es más que una semejanza. Pero este venerable realismo ingenuo no resulta tan pertinente en la era de las imágenes fotográficas, pues el acusado contraste entre imagen («copia») y cosa representada (el «original») —que Platón ilustra repetidamente con el ejemplo de una pintura— no se ajusta de un modo tan simple a una fotografía. El contraste tampoco ayuda a comprender la producción de imágenes en sus orígenes, cuando era una actividad práctica y mágica, un medio de apropiarse de algo o dominarlo. Cuanto más retrocedemos en la historia, como ha advertido E. H. Gombrich, menos precisa es la distinción entre imágenes y cosas reales; en las sociedades primitivas, la cosa y su imagen eran sólo dos manifestaciones diferentes, o sea físicamente distintas, de la misma energía o espíritu. De allí la presunta eficacia de las imágenes para propiciar y controlar presencias poderosas. Esos poderes, esas presencias, estaban presentes en e/bis.
Para los defensores de lo real desde Platón hasta Feuerbach, identificar la imagen con la mera apariencia —es decir, suponer que la imagen es absolutamente distinta del objeto representado— es parte del proceso de desacralización que nos separa irrevocablemente de aquel mundo de tiempos y lugares sagrados donde se suponía que una imagen participaba de la realidad del objeto representado. Lo que define la originalidad de la fotografía es que, justo cuando en la larga historia cada vez más secular de la pintura el secularismo triunfa por completo, resucita —de un modo absolutamente secular— algo como la primitiva categoría de las imágenes. Nuestra irreprimible sensación de que el proceso fotográfico es algo mágico tiene una base genuina. Nadie supone que una pintura de caballete sea de algún modo consustancial al tema; sólo representa o refiere. Pero una fotografía no sólo se asemeja al modelo y le rinde homenaje. Forma parte y es una extensión de ese tema; y un medio poderoso para adquirirlo y ejercer sobre él un dominio.
La fotografía es adquisición de diversas maneras. En la más simple, una fotografía nos permite la posesión subrogada de una persona o cosa querida, y esa posesión da a las fotografías un carácter de objeto único. Por medio de las fotografías también entablamos una relación de consumo con los acontecimientos, tanto los que son parte de nuestra experiencia como los otros, y esa distinción entre ambos tipos de experiencia se desdibuja precisamente por los hábitos inculcados por el consumismo. Una tercera modalidad de adquisición es que mediante máquinas productoras de imágenes y máquinas duplicadoras de imágenes podemos adquirir algo como información (más que como experiencia). De hecho, la importancia de las imágenes fotográficas como medio para integrar cada vez más acontecimientos a nuestra experiencia es, en definitiva, sólo un derivado de su eficacia para suministrarnos conocimientos disociados de la experiencia e independientes de ella.
Ésta es la manera más inclusiva de adquisición fotográfica. Mediante la fotografía, algo pasa a formar parte de un sistema de información, se inserta en proyectos de clasificación y almacenamiento que van desde el orden toscamente cronológico de las series de instantáneas pegadas en los álbumes familiares hasta las tenaces acumulaciones y meticulosas catalogaciones necesarias para la utilización de la fotografía en predicciones meteorológicas, astronomía, microbiología, geología, investigaciones policiales, educación y diagnósticos médicos, exploración militar e historia del arte. Las fotografías no se limitan a redefinir la materia de la experiencia ordinaria (personas, cosas, acontecimientos, todo lo que vemos —si bien de otro modo, a menudo inadvertidamente— con la visión natural) y añadir ingentes cantidades de material que nunca vemos en absoluto. Se redefine la realidad misma: como artículo de exposición, como dato para el estudio, como objetivo de vigilancia. La explotación y duplicación fotográfica del mundo fragmenta las continuidades y acumula las piezas en un legajo interminable, ofrece por lo tanto posibilidades de control que eran inimaginables con el anterior sistema de registro de la información: la escritura.
Que el registro fotográfico es siempre un medio potencial de control ya se reconocía cuando tales poderes estaban en cierne. En 1850 Delacroix consignó en su Journal el éxito de algunos «experimentos en fotografía» realizados en Cambridge, donde los astrónomos estaban fotografiando el sol y la luna y habían logrado obtener una impresión de la estrella Vega del tamaño de una cabeza de alfiler. El artista añadió la siguiente observación «curiosa»:
Ya que la luz de la estrella cuyo daguerrotipo se obtuvo tardó veinte años en atravesar el espacio que la separa de la Tierra, el rayo que se fijó en la placa por lo tanto había abandonado la esfera celeste mucho antes de que Daguerre descubriera el proceso mediante el cual acabamos de ganar el control de esta luz.
Dejando atrás nociones de control tan insignificantes como la de Delacroix, el progreso de la fotografia ha vuelto cada vez mas literales los sentidos en que una fotografía permite controlar la cosa fotografiada. La tecnología que ya ha reducido al mínimo el grado en el cual la distancia que separa al fotógrafo del tema afecta la precisión y magnitud de la imagen; ha suministrado medios para fotografiar cosas inimaginablemente pequeñas y también cosas inimaginablemente remotas como las estrellas; ha conseguido que la obtención de imágenes sea independiente de la luz misma (fotografía infrarroja) y liberado el objeto-imagen de su confinamiento en dos dimensiones (holografía); ha reducido el intervalo entre observar la imagen y tenerla en las manos (de la primera Kodak, cuando un rollo revelado tardaba semanas en volver al fotógrafo aficionado, a la Polaroid, que despide la imagen en pocos segundos); ha conseguido que no sólo las imágenes se muevan (cinematógrafo) sino que se graben y transmitan de modo simultáneo (vídeo); esta tecnología ha transformado la fotografía en una herramienta incomparable para descifrar la conducta, predecirla e interferir en ella.
La fotografía tiene poderes que ningún otro sistema de imágenes ha alcanzado jamás porque, al contrario de los anteriores, no depende de un creador de imágenes. Aunque el fotógrafo intervenga cuidadosamente en la preparación y guía del proceso de producción de las imágenes, el proceso mismo sigue siendo óptico-químico (o electrónico) y su funcionamiento automático, y los artefactos requeridos serán inevitablemente modificados para brindar mapas aún más detallados y por lo tanto más útiles de lo real. La génesis mecánica de estas imágenes, y la literalidad de los poderes que confieren, implica una nueva relación entre la imagen y la realidad. Y aunque pueda decirse que la fotografía restaura la relación más primitiva —la identidad parcial de la imagen y el objeto—, la potencia de la imagen se vive ahora de modo muy diferente. La noción primitiva de la eficacia de las imágenes supone que las imágenes poseen las cualidades de las cosas reales, pero nosotros propendemos a atribuir a las cosas reales las cualidades de una imagen.
Como todos saben, los pueblos primitivos temen que la cámara los despoje de una parte de su identidad. En las memorias que publicó en 1900 al cabo de una larga vida, Nadar refiere que Balzac también sufría de un «vago temor» de que lo fotografiaran. Su explicación, de acuerdo con Nadar, era que todo cuerpo en su estado natural estaba conformado por una sucesión de imágenes espectrales superpuestas en capas infinitas, envueltas en películas infinitesimales. [...] Como el hombre nunca ha sido capaz de crear, es decir, hacer algo material de crear, es decir, hacer algo material a partir de una aparición, de algo impalpable, o de fabricar un objeto a partir de la nada, cada operación daguerriana iba por lo tanto a apresar, separar y consumir una de las capas del cuerpo en la que se enfocaba.
Parece oportuno que Balzac hubiera sufrido esta turbación particular. «El temor de Balzac ante el daguerrotipo era real o fingido? —pregunta Nadar—. Era real...»; pues el procedimiento fotográfico es una materialización, por así decirlo, de lo que resulta mas original en su procedimiento novelístico. La operación balzaquiana consistía en magnificar detalles diminutos, como en una ampliación fotográfica, yuxtaponer rasgos o detalles incongruentes, como en una exposición fotográfica: al adquirir expresividad de este modo, toda cosa puede ser relacionada con cualquier otra. Para Balzac, el espíritu de todo un medio social podía revelarse mediante un único detalle material, por baladí o arbitrario que pareciera. Toda una vida puede ser sintetizada en una aparición momentánea.*
* Me valgo del estudio del realismo de Balzac realizado por Erich Auerbach en Mimesis. El pasaje del comienzo de Papá Goriot(18 34) citado por Auerbach —Balzac describe el comedor de la pensión Vauquer a las siete de la mañana y la entrada de Madame Vauquer— no podría ser mis explícito (o protoproustiano). «Su persona entera —escribe Balzac— explica la pensión, tal como la pensión implica su persona. [...] La desmañada gordura de esa mujercita es el producto de esta vida, así como el tifus es consecuencia de las emanaciones de un hospital. Su enagua de lana de punto, más larga que la falda (hecha con un vestido viejo), cuya entretela escapa por los desgarrones de la tela harapienta, resume la sala, el comedor, el jardincillo, anuncia la cocina y nos da un atisbo de los huéspedes. Cuando ella está allí, el espectáculo es completo».
Y un cambio en la apariencia es un cambio en la persona, pues él se rehusaba a postular una persona «real» velada por estas apariencias. La antojadiza teoría que Balzac expresó a Nadar, según la cual un cuerpo se compone de una serie infinita de «imágenes espectrales», es perturbadora por análoga a la teoría presuntamente realista expresada en sus novelas, en las que una persona es una acumulación de apariencias a las que se puede extraer, mediante el enfoque apropiado, capas infinitas de significación. Visualizar la realidad como una sucesión infinita de situaciones que se reflejan mutua mente, extraer analogías de las cosas más disímiles, es anticipar la manera característica de percepción estimulada por las imágenes fotográficas. La realidad misma empieza a ser comprendida como una suerte de escritura que hay que decodificar, incluso cuando las imágenes fotográficas fueron al principio comparadas con la escritura. (El nombre que Niepce dio al proceso mediante el cual la imagen se imprime en la placa era heliografía, escritura solar; Fox Talbot llamó a la cámara «el lápiz de la naturaleza».)
El problema del contraste de Feuerbach entre «original» y «copia» reside en sus definiciones estáticas de realidad e imagen. Presupone que lo real persiste, inmutable e intacto, mientras que sólo las imágenes han cambiado: cimentadas en los supuestos más endebles, de algún modo se han vuelto más seductoras. Pero las nociones de imagen y realidad son complementarias. Cuando cambia la noción de realidad, también cambia la de imagen y viceversa. «Nuestra era» no prefiere imágenes a cosas reales por perversidad sino en parte como reacción a los modos en que la noción de lo real se ha complicado y debilitado progresivamente, y uno de los primeros fue la crítica de la realidad como fachada que surgió entre las clases medias ilustradas en el siglo pasado. (Desde luego el efecto fue absolutamente opuesto al que se había buscado.) Reducir a mera fantasía extensas zonas de lo que hasta el momento se consideraba real, como hizo Feuerbach cuando llamó a la religión «el sueño de la mente humana» y desdeñó las ideas teológicas como proyecciones psicológicas; o exagerar los detalles triviales y azarosos de la vida diaria como claves de fuerzas históricas y psicológicas ocultas, como hizo Balzac en su enciclopedia novelizada de la realidad social, son ellas mismas maneras de vivir la realidad como un conjunto de apariencias, una imagen.
Pocas personas comparten en esta sociedad el temor primitivo ante las cámaras que proviene de considerar la fotografía como parte material de ellas mismas. Pero algunos vestigios de la magia perduran: por ejemplo, en nuestra renuencia a romper o tirar la fotografía de un ser querido, especialmente si ha muerto o está lejos. Efectuarlo es un despiadado gesto de rechazo. En Jude el oscuro, el descubrimiento de que Arabella ha vendido el marco de arce con la fotografía que el le regaló el día de la boda significa para Jude «la muerte absoluta de todos los sentimientos de su esposa» y es «el golpecillo de gracia que demolerá todos los sentimientos de él». Pero el verdadero primitivismo moderno no es contemplar la imagen como algo real; las imágenes fotográficas apenas son tan reales. Más bien la realidad se ha asemejado cada vez más a lo que muestran las cámaras. Es común ya que la gente insista en que su vivencia de un hecho violento en el cual se vio involucrada —un accidente de aviación, un tiroteo, un ataque terrorista— «parecía una película». Esto se dice para dar a entender hasta qué punto que real, porque otras explicaciones parecen insuficientes. Si bien muchas personas de los países no industrializados todavía sienten aprensión cuando las fotografían porque intuyen una suerte de intrusión, un acto de irreverencia, un saqueo sublimado de su personalidad o cultura, la gente de los países industrializados procuran hacerse fotografiar porque sienten que son imágenes, que las fotografías les confieren realidad.
Una percepción cada vez más compleja de lo real crea sus propios fervores y simplificaciones compensatorios, y la fotografía es el más adictivo. Es como silos fotógrafos, en respuesta a una percepción de la realidad cada vez más mermada, buscaran una transfusión, viajando hacia nuevas experiencias y renovando las viejas. Sus actividades ubicuas constituyen la más radical, y más segura, versión de la movilidad. El apremio por gozar de experiencias nuevas se traduce en el apremio por tomar fotografías: la experiencia en busca de una forma a prueba de crisis.
Si hacer fotografías parece casi obligatorio para quienes viajan, coleccionarlas apasionadamente ejerce un atractivo especial a los confinados —ya por elección, impedimento o coerción— en espacios puertas adentro. Las colecciones de fotografías pueden usarse para elaborar un mundo sucedáneo, cifrado por imágenes que exaltan, consuelan o seducen. Una fotografía puede ser el punto de partida de un romance (el Jude de Hardy ya se había enamorado de la fotografía de Sue Bridehead antes de conocerla a ella), pero es más común que la relación erótica no sólo sea creada por las fotografías sino que se limite a ellas. En Los niños terribles de Cocteau, el hermano y la hermana narcisistas comparten el dormitorio, su «cuarto secreto», con imágenes de boxeadores, estrellas de cine y criminales. Aislándose en su reducto para vivir su leyenda privada, ambos adolescentes hacen de estas fotografías un panteón privado. En una pared de la celda 426 de la prisión de Fresnes, a principios del decenio del cuarenta, Jean Genet fijó las fotografías de veinte criminales recortadas de los diarios, veinte rostros en los cuales él discernía «la seña sagrada del monstruo», y en honor de ellos escribió Nuestra Señora de las Flores; fueron sus musas, sus modelos, sus talismanes eróticos. «Vigilan mis nimias rutinas —escribe Genet, fusionando ensoñación, masturbación y escritura—, son toda mi familia y mis únicos amigos». Para los sedentarios, prisioneros y reclusos voluntarios, vivir entre fotografías de encantadores desconocidos es una respuesta sentimental y a la vez un desafío insolente al aislamiento.
La novela Crash (1973) de J. G. Ballard describe una colección más especializada de fotografías al servicio de la obsesión sexual: fotografías de accidentes automovilísticos que Vaughan, el amigo del narrador, colecciona mientras se dispone a escenificar su propia muerte en una colisión. La dramatización de su visión erótica de la muerte automovilística es anticipada, y la fantasía erotizada aún más, mediante el examen repetido de estas fotografías. En un extremo del espectro, las fotografías son datos objetivos; en el otro, son elementos de ciencia ficción psicológica. Y así como en la realidad más espantosa, de aspecto más neutro, puede encontrarse un imperativo sexual, también el documento fotográfico más trivial puede trasmutarse en emblema del deseo. La fotografía de un criminal es la pista para el detective, un fetiche erótico para otro malhechor. Para Hofrat Behrens, en La montaña mágica, las radiografías pulmonares de sus pacientes son instrumentos para el diagnóstico. Para Hans Castorp, que cumple una sentencia indefinida en el sanatorio para tuberculosos de Behrens y está embriagado de amor por la enigmática e inalcanzable Claudia Chauchat, «el retrato de rayos X de Claudia, que no muestra su rostro sino la delicada estructura ósea de la mitad superior de su cuerpo y los órganos de la cavidad torácica rodeados por la envoltura pálida y espectral de la carne», es el más precioso de los trofeos. El «retrato transparente» es un vestigio mucho más íntimo de su amada que la Claudia pintada por Hofrat, el «retrato exterior» que una vez Hans había contemplado con tanto anhelo.
Las fotografías son un modo de apresar una realidad que se considera recalcitrante e inaccesible, de imponerle que se detenga. O bien amplían una realidad que se percibe reducida, vaciada, perecedera, remota. No se puede poseer la realidad, se puede poseer (y ser poseído por) imágenes; al igual que, como afirma Proust, el más ambicioso de los reclusos voluntarios, no se puede poseer el presente pero se puede poseer el pasado. Nada sería menos característico de la sacrificada labor de un artista como Proust que la facilidad de la fotografía, que debe de ser la única actividad productora de obras de arte acreditadas en que basta un simple movimiento, una presión digital, para obtener una obra completa. Mientras los afanes proustianos presuponen que la realidad es distante, la fotografía implica un acceso instantáneo a lo real. Pero los resultados de esta práctica de acceso instantáneo son otra manera de crear una distancia. Poseer el mundo en forma de imágenes es, precisamente, volver a vivir la irrealidad y lejanía de lo real.
La estrategia del realismo de Proust implica una distancia respecto de lo que normalmente se vive como real, el presente, con el objeto de reanimar lo que sólo suele estar al alcance de modo remoto y penumbroso, el pasado: la manera en que el presente se vuelve real en sus términos, es decir en algo que puede ser poseído. En este esfuerzo de nada valían las fotografías. Cuando Proust las menciona, lo hace con desprecio: como sinónimo de una relación superficial, excesiva y exclusivamente visual y meramente voluntaria con el pasado cuya cosecha es insignificante comparada con los descubrimientos profundos que se posibilitan siguiendo las pistas dadas por todos los sentidos, la técnica que él denominaba «memoria involuntaria».
No se puede imaginar para la obertura de Por el camino de Swann un final en que el narrador se enfrente a una instantánea de la iglesia parroquial de Combray y del goce de esa migaja visual en vez del sabor de la humilde magdalena remojada en el té que despliega ante los ojos toda una parte de su pasado. Pero no porque una fotografía no pueda evocar recuerdos (es posible, aunque depende más del contemplador que de la fotografía) sino por lo que Proust aclara respecto de sus propias exigencias sobre la evocación imaginativa: que no debe ser sólo extensa y precisa sino ofrecer la textura y esencia de las cosas. Y al considerar las fotografías sólo en la medida en que él podía utilizarlas, como instrumento de la memoria, Proust de algún modo interpreta mal qué son las fotografías: no tanto un instrumento de la memoria como su invención o reemplazo.
Lo que las fotografías ponen inmediatamente al alcance no es la realidad, sino las imágenes. Por ejemplo, en la actualidad todos los adultos pueden saber exactamente qué aspecto tenían ellos y sus padres y abuelos cuando eran niños; algo que nadie podía saber antes de la invención de las cámaras, ni siquiera esa pequeña minoría que acostumbraba encargar pinturas de sus hijos. La mayor parte de estos retratos eran menos informativos que cualquier instantánea. Y aun los muy acaudalados solían poseer un solo retrato de sí mismos o cualquiera de sus antepasados cuando eran niños, es decir, una imagen de un momento de la niñez, mientras que es común tener muchas fotografías propias, pues la cámara ofrece la posibilidad de poseer un registro completo de todas las edades. El objeto de los retratos comunes del hogar burgués en los siglos xviii y xix era confirmar un ideal del modelo (que proclamaba la relevancia social, que embellecía la apariencia personal); dado este propósito, es fácil comprender por qué los propietarios no necesitaban tener más de uno. Lo que confirma el registro fotográfico es, con mas modestia, simplemente que el modelo existe; por lo tanto, para el propietario nunca sobran. El temor de que la singularidad de un modelo se allanara si se lo fotografiaba nunca se expresó tan a menudo como ene1 decenio de 1850, los años en que la fotografía de retratos dio el primer ejemplo de cómo las cámaras podían crear modas instantáneas e industrias perdurables. En Pierre de Melville, publicada a principios del decenio, el héroe, otro febril campeón del aislamiento voluntario,
consideraba con cuán infinita disponibilidad podía ahora hacerse el retrato de cualquiera mediante el daguerrotipo, mientras que otrora un retrato fiel sólo estaba al alcance de los acaudalados, o los aristócratas mentales de la tierra. Cuán natural, pues, la inferencia, de que en lugar de inmortalizar un genio, como antaño, un retrato sólo inmortalizaba a un imbécil. Además, cuando todo el mundo hace público su retrato, la auténtica distinción está en no hacer público el propio.
Pero si las fotografías degradan, las pinturas distorsionan del modo opuesto: magnifican. La intuición de Melville es que todas las formas del retrato en la civilización del comercio son tendenciosas; al menos, eso le parece a Pierre, un ejemplo cabal de sensibilidad alienada. Si en una sociedad de masas una fotografía es muy poco, una pintura es demasiado. La naturaleza de una pintura, señala Pierre, la hace
más digna de reverencia que el hombre, en la medida en que nada indigno puede imaginarse con respecto al retrato, mientras que muchas cosas inevitablemente indignas pueden concebirse en lo que atañe al hombre.
Aunque puede pensarse que tales ironías han sido disueltas por el triunfo abrumador de la fotografía, la principal diferencia entre un cuadro y una fotografía en materia de retratos aún se mantiene. Los cuadros invariablemente sintetizan; las fotografías por lo general no. Las imágenes fotográficas son indicios del transcurso de una biografía o historia. Y una sola fotografía, al contrario de una pintura, implica que habrá otras.
«El Documento Humano que siempre mantendrá al presente y al futuro en contacto con el pasado», afirmó Lewis Hine. Pero lo que suministra la fotografía no es sólo un registro del pasado sino una manera nueva de tratar con el presente, según lo atestiguan los efectos de los incontables billones de documentos fotográficos contemporáneos. Si las fotografías viejas completan nuestra imagen mental del pasado, las fotografías que se hacen ahora transforman el presente en imagen mental, como el pasado. Las cámaras establecen una relación de inferencia con el presente (la realidad es conocida por sus huellas), ofrecen una visión de la experiencia instantáneamente retroactiva. Las fotografías brindan modos paródicos de posesión: del pasado, el presente, aun el futuro. En Invitado a una decapitación (1938) de Nabokov, al prisionero Cincinnatus le muestran el «fotohoróscopo» de un niño preparado por el siniestro monsieur Pierre: un álbum de fotografías de la pequeña Emmie de bebé, luego de niña, luego de prepúber, tal como es ahora, luego —mediante el uso y retoque de fotografías de la madre— de Emmie adolescente, novia, a los treinta años de edad, y por fin una fotografía a los cuarenta años, Emmie en su lecho de muerte. Una «parodia del trabajo del tiempo», llama Nabokov a este artefacto ejemplar; también es una parodia del trabajo de la fotografía.
La fotografía, que tiene tantos usos narcisistas, también es un instrumento poderoso para despersonalizar nuestra relación con el mundo; y ambos usos son complementarios. Como unos binoculares cuyos extremos pueden confundirse, la cámara vuelve íntimas y cercanas las cosas exóticas, y pequeñas, abstractas, extrañas y lejanas las cosas familiares. En una sencilla actividad única, formadora de hábitos, ofrece tanto participación como alienación en nuestras propias vidas y en las de otros; nos permite participar a la vez que confirma la alienación. La guerra y la fotografía ahora parecen inseparables, y los desastres de aviación y otros accidentes aterradores siempre atraen a gente con cámaras. Una sociedad que impone como norma la aspiración a no vivir nunca privaciones, fracasos, angustias, dolor, pánico, y donde la muerte misma se tiene no por algo natural e inevitable sino por una calamidad cruel e inmerecida, crea una tremenda curiosidad sobre estos acontecimientos; y la fotografía satisface parcialmente esa curiosidad. La sensación de estar a salvo de la calamidad estimula el interés en la contemplación de imágenes dolorosas, y esa contemplación supone y fortalece la sensación de estar a salvo. En parte porque se está «aquí», no «allí», y en parte por el carácter inevitable que todo acontecimiento adquiere cuando se lo transmuta en imágenes. En el mundo real, algo está sucediendo y nadie sabe qué va a suceder. En el mundo de la imagen, ha sucedido, y siempre seguirá sucediendo así.
Puesto que conoce buena parte de lo que hay en el mundo (arte, catástrofes, bellezas naturales) por medio de imágenes fotográficas, a la gente a menudo le causa decepción, sorpresa o indiferencia la realidad de los hechos. Pues las imágenes fotográficas tienden a sustraer el sentimiento de lo que vivimos de primera mano, y los sentimientos que despiertan generalmente no son los que tenemos en la vida real. A menudo algo perturba más en la fotografía que cuando se vive en realidad. En 1973, en un hospital de Shanghai, observando cómo le extirpaban nueve décimos del estómago bajo anestesia de acupuntura a un obrero con úlcera avanzada, fui capaz de seguir esa intervención de tres horas (la primera operación que observaba en mi vida) sin náuseas, y ni una vez sentí la necesidad de desviar la mirada. En un cine de París, un año más tarde, la operación menos cruenta del documental de Antonioni sobre China, Cheng Kuo, me hizo estremecer al primer corte de escalpelo y desviar los ojos varias veces durante la secuencia. Somos vulnerables ante los hechos perturbadores en forma de imágenes fotográficas como no lo somos ante los hechos reales. Esa vulnerabilidad es parte de la característica pasividad de alguien que es espectador por segunda vez, espectador de acontecimientos ya formados, primero por los participantes y luego por el productor de imágenes. Para la operación real me hicieron fregar, ponerme una bata y luego permanecer junto a los atareados cirujanos y enfermeras desempeñando mis papeles: adulta cohibida, huésped cortés, testigo respetuosa. La operación de la película no sólo impide esta participación modesta sino toda contemplación activa. En la sala de operaciones, soy yo quien cambia de foco, quien hace los primeros planos y los planos medios. En el cine, Antonioni ya ha escogido qué partes de la operación yo puedo observar; la cámara mira por mí y me obliga a mirar, y no mirar es la única opción contraria. Además, la película condensa en pocos minutos algo que dura horas, y deja sólo partes interesantes presentadas de manera interesante, es decir, con el propósito de conmover o sobresaltar. Lo dramático se dramatiza mediante el didactismo de la presentación y el montaje. En una revista pasamos la página, en una película se inicia una secuencia nueva, y el contraste es más brusco que el contraste entre hechos sucesivos en el tiempo real.
Nada podría ser más instructivo sobre el significado de la fotografía para nosotros —entre otras cosas, como método de exagerar lo real— que los ataques de la prensa china contra la película de Antonioni a principios de 1974. Son un catálogo negativo de todos los recursos de la fotografía moderna, fija y móvil.*
* Véase A Vícious Motive, Despicable Tricks — A Criticism of Antonioni “Anti-China FiIm «China» (Un motivo perverso, trucos despreciables: una crítica de la película antichina de Antonioni «China») (Pekín: Foreign Languages Press, 1974), un folleto de dieciocho páginas (sin firma) que reproduce un artículo publicado el 30 de enero de 1974 en el diario Renminh Ribao; y «Repua’iatingAntonionicAnti-China Fi/m» (Un repudio a la película antichina de Antonionij, Peking Review, Nª 8 (22 de febrero de 1974), que ofrece versiones condensadas de otros tres artículos publicados ese mes. El objeto de esos artículos no es, desde luego, exponer opiniones sobre la fotografía —no se advierte ningún interés en ese sentido— sino construir un modelo de enemigo ideológico, como en otras campañas educativas de masas escenificadas durante ese período. Dado ese propósito, era tan innecesario que las decenas de millones movilizadas en asambleas celebradas en colegios, fábricas, unidades del ejército y comunas de todo el país para «Criticar la película antichina de Antonioni» hubieran visto Cheng Kuo como que quienes participaron en la campaña de 1976 para «Criticar a Lin Piao y a Confucio» hubieran leído un texto de Confucio.
Si bien para nosotros la fotografía se relaciona íntimamente con maneras discontinuas de ver (la intención es precisamente ver el todo por la parte: detalles seductores, recortes sorpresivos), en China se relaciona sólo con la continuidad. No sólo existen temas apropiados para la cámara, los positivos, edificantes (actividades ejemplares, gente sonriente, días luminosos) y ordenados, sino que existen modos apropiados de fotografiar, los cuales derivan de nociones sobre el orden moral del espacio que se oponen a la idea misma de visión fotográfica. Así, Antonioni fue criticado por fotografiar cosas viejas o anticuadas —«buscó y rodó muros decrépitos y pizarras de noticias descartadas hace mucho tiempo»; sin prestar «atención alguna a los tractores grandes y pequeños que trabajan en los sembradíos, eligió sólo un asno tirando de un rodillo de piedra»—, por mostrar momentos indecorosos —«tuvo el mal gusto de rodar a gente sonándose las narices y yendo a la letrina»— y movimientos indisciplinados —«en vez de hacer tomas de alumnos en el aula de nuestra escuela primaria fabril, rodó a los niños saliendo en tropel del aula después de una clase»—. Y fue acusado de denigrar los temas apropiados por el modo de fotografiarlos: mediante el uso de «colores opacos y sórdidos» y el ocultamiento de personas en «sombras oscuras»; por el tratamiento de un mismo tema con una diversidad de tomas —«a veces hay tomas a distancia, a veces primeros planos, a veces frontales, a veces por detrás»—, es decir, por no mostrar las cosas desde el punto de vista de un observador único, idealmente ubicado; por el uso de ángulos altos y bajos —«la cámara intencional- mente enfocó este magnífico y moderno puente desde ángulos muy desfavorables para que luciera torcido y destartalado»—; y por no rodar suficientes planos amplios —«se devanó los sesos para conseguir esos primeros planos con el propósito de distorsionar la imagen de la gente y afear su presencia espiritual».
Además de la iconografía fotográfica de líderes reverenciados producida en masa, kitsch revolucionario y tesoros culturales, a menudo se ven en China fotografías privadas. Muchas personas poseen retratos de sus seres queridos, en la pared o bajo el vidrio de la cómoda o el escritorio. Muchas de éstas son como las instantáneas que se hacen aquí en reuniones familiares y excursiones; pero ninguna es una fotografía indiscreta, ni siquiera del tipo que a los usuarios de cámaras menos refinadas en esta sociedad les parece normal: un bebé gateando por el suelo, alguien sorprendido en medio de un gesto. Las fotografías deportivas muestran al equipo como grupo, o sólo los momentos más estilizados y gráciles del juego: por lo general, lo que se hace es reunirse frente a la cámara, luego alinearse en una fila o dos. No hay interés en fotografiar el movimiento. Esto se debe en parte, cabe suponer, a viejas convenciones de decoro en la conducta y la imaginería. Y es el gusto visual característico de quienes están en la primera etapa de la cultura de la cámara, cuando la imagen se define como algo que puede arrebatarse al dueño; así, Antonioni fue criticado por «hacer tomas a la fuerza, contra los deseos de la gente», como un «ladrón». La posesión de una cámara no concede una licencia para la intromisión, como ocurre en esta sociedad quiéralo la gente o no. (Los buenos modales de una cultura de la cámara dictaminan que se debería simular inadvertencia cuando un desconocido fotografía en un lugar público siempre y cuando el fotógrafo permanezca a una distancia discreta: o sea, se supone que no se debe estorbar al fotógrafo ni adoptar poses.) A diferencia de aquí, donde posamos donde podemos y nos resignamos cuando debemos, la acción de fotografiar en China es siempre un ritual; siempre implica un modelo que posa y, necesariamente, accede. Alguien que «deliberadamente acechaba a la gente que no estaba al tanto de su intención de rodarla» estaba privando a la gente y las cosas del derecho a posar para lucir presentables.
Antonioni dedicó casi toda la secuencia de Chung Kuo sobre la plaza Tiananmen de Pekín, principal centro de peregrinación política del país, a los peregrinos que esperaban para fotografiarse. El interés de Antonioni en mostrar chinos celebrando ese rito elemental de documentar un viaje mediante la cámara obedece a razones evidentes: la fotografía y la acción de fotografiarse son temas contemporáneos predilectos de la cámara. Para sus críticos, el deseo de los visitantes de la plaza Tiananmen de llevarse un recuerdo fotográfico es un reflejo de sus profundos sentimientos revolucionarios. Pero Antonioni, con mala fe, en vez de mostrar esta realidad filmó sólo las ropas, el movimiento y las expresiones de la gente: aquí, el cabello desaliñado de alguno; allá, personas atisbando con los ojos deslumbrados por el sol; en un momento, las mangas; al siguiente, los pantalones...
Los chinos se resisten al desmembramiento fotográfico de la realidad. No se usan primeros planos. Aun las postales de antigüedades y obras de arte vendidas en los museos no muestran fragmentos: el objeto siempre se fotografía directamente, centrado, uniformemente iluminado, y en su totalidad.
Los chinos nos parecen ingenuos porque no perciben la belleza de la puerta rajada y descascarada, el pintoresquismo del desorden, el vigor del ángulo extravagante ye! detalle significativo, la poesía de la espalda vuelta hacia la cámara. Nosotros tenemos una noción moderna del embellecimiento —la belleza no es inherente a nada; hay que encontrarla mediante otra manera de mirar—, así como una noción más vasta del significado, ejemplificada y poderosamente consolidada por los multiples usos de la fotografía. Cuanto mayor sea el número de variaciones, más ricas serán las posibilidades de significación: así, hoy día se dice más con las fotografías en Occidente que en China. Al mar- gen de cuanto haya de verdad sobre ChungKuo en cuanto mercadería ideológica (y los chinos no se equivocan al tenerla por una película condescendiente), las imágenes de Antonioni simplemente significan más que toda imagen de sí mismos distribuida por los chinos. Los chinos no quieren que las fotografías signifiquen demasiado o sean muy interesantes. No quieren ver el mundo desde un ángulo insólito, descubrir nuevos temas. Se supone que las fotografías exhiben lo que ya ha sido descrito. Para nosotros la fotografía es un arma de doble filo para producir clichés (la palabra francesa que significa tanto expresión trillada como negativo fotográfico) y para procurar visiones «nuevas». Para las autoridades chinas sólo hay clichés, los cuales no les parecen clichés sino visiones «correctas».
En la China de hoy sólo se reconocen dos realidades. Para nosotros la realidad es una irremediable e interesante pluralidad. En China, lo que se define como asunto de debate presenta «dos líneas», una correcta y una equivocada. Nuestra sociedad propone un espectro de elecciones y percepciones discontinuas. La sociedad china se estructura en torno a un observador único e ideal; y las fotografías contribuyen también al Gran Monólogo. Para nosotros hay «puntos de vista» dispersos e intercambiables; la fotografia es un polílogo. La actual ideología china define la realidad como un proceso histórico vertebrado por dualismos recurrentes con significados claramente delineados y teñidos moralmente; el pasado, en su mayor parte, se juzga simplemente malo. Para nosotros, hay procesos históricos con significados pasmosamente complejos y a veces contradictorios, y artes que extraen mucho de su valor de nuestra conciencia del tiempo en cuanto historia, como la fotografía. (Por esa razón el paso del tiempo incrementa el valor estético de las fotografías, y las cicatrices del tiempo vuelven los objetos mas en vez de menos fascinantes para los fotógrafos.) Con la noción de historia certificamos nuestro interés en conocer el mayor número de cosas. El único uso de su historia que se permite a los chinos es didáctico: el interés de ellos en la historia es estrecho, moralista, deformante, carente de curiosidad. Por lo tanto, la fotografía en nuestra acepción no tiene lugar en esa sociedad.
Los límites impuestos a la fotografía en China sólo reflejan el carácter de su sociedad, unificada por una ideología de conflictos categóricos e incesantes. Nuestro uso ilimitado de las imágenes fotográficas no sólo refleja sino que moldea esta sociedad, una sociedad unificada por la negación del conflicto. Nuestra misma noción del mundo —el «mundo único» del siglo veinte capitalista— es como un panorama fotográfico. El mundo es «uno» no porque esté unificado sino porque una ojeada a sus diversos contenidos no revela conflicto sino una diversidad aún más pasmosa. Esta espuria unidad del mundo se efectúa mediante la traducción de sus contenidos a imágenes. Las imágenes son siempre compatibles, o pueden hacerse compatibles, aun cuando las realidades que retratan no lo sean.
La fotografía no se limita a reproducir lo real, lo recicla: un procedimiento clave de la sociedad moderna. En forma de imágenes fotográficas, las cosas y los acontecimientos son sometidos a usos nuevos, reciben nuevos significados que trascienden las distinciones entre lo bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, lo útil y lo inútil, el buen gusto y el malo. La fotografía es uno de los principales medios para producir esa cualidad que borra dichas distinciones cuando se la adjudica a las cosas y situaciones: «lo interesante». Algo se vuelve interesante cuando puede considerarse parecido, o análogo, a otra cosa. Hay un arte y hay modas en la mirada para que las cosas nos parezcan interesantes; y para abastecer este arte, estas modas, hay un reciclaje constante de los artefactos y gustos del pasado. Los clichés, reciclados, se transforman en metaclichés. El reciclaje fotográfico transforma objetos únicos en clichés, y clichés en artefactos singulares y vívidos. Las imágenes de las cosas reales están mezcladas con imágenes de imágenes. Los chinos restringen los usos de la fotografía para que no haya capas o estratos de imágenes y todas las imágenes se refuercen y reiteren recíprocamente.*
*El interés de los chinos en la función reiterativa de las imágenes (y las palabras) incita la distribución de imágenes adicionales, fotografías que representan escenas en las cuales, sin duda, ningún fotógrafo pudo haber estado presente; y el uso continuo de tales fotografías señala las limitaciones de la comprensión popular sobre las implicaciones de las imágenes fotográficas y la actividad del fotógrafo. En su libro Chinese Shadows [Sombras chinescas], Simon Leys cita un ejemplo del «Movimiento para emular a Lei Feng», una campaña de masas a mediados de los años sesenta para inculcar los ideales de ciudadanía maoísta erigidos en torno a la apoteosis de un Ciudadano Desconocido, un conscripto llamado Lei Feng que murió a los veinte años de edad en un accidente trivial. Las Exposiciones Lei Feng organizadas en las grandes ciudades incluían «documentos fotográficos, como “Lei Feng ayuda a una anciana a cruzar la calle”, “Lei Feng reemplaza de modo subrepticio [sic] a un camarada en las tareas de limpieza”, “Lei Feng cede su almuerzo a un camarada que olvidó sus alimentos”, y así sucesivamente», sin que al parecer nadie cuestionara «la presencia providencial de un fotógrafo durante los diversos incidentes de la vida de ese soldado humilde, hasta entonces desconocido». En China, lo que hace verdadera una imagen es que al pueblo le hace bien verla.
Nosotros hacemos de la fotografía un medio por el cual, precisamente, todo puede decirse y cualquier propósito favorecerse. Lo que es discontinuo en la realidad se une con las imágenes. En forma de fotografía la explosión de una bomba atómica puede utilizarse para publicitar una caja de seguridad.
Para nosotros, la diferencia entre el fotógrafo como mirada individual y el fotógrafo como cronista objetivo parece fundamental, y a menudo esa diferencia se tiene erróneamente por la frontera entre la fotografía en cuanto arte y la fotografía en cuanto documento. Pero ambas son extensiones lógicas de lo que significa la fotografía: la anotación, en potencia, de cuanto hay en el mundo, desde todos los ángulos posibles. Nadar, el mismo que hizo los retratos de celebridades más acreditados de su época y realizo las primeras fotoentrevistas, fue también el primer fotógrafo que tomó vistas aéreas; y cuando sometió a París a «la operación daguerriana» desde un globo, en 1855, de inmediato comprendió las futuras ventajas de la foto-grafía para los belicosos.
Dos actitudes subyacen a esta suposición de que cualquier cosa en el mundo es material para la cámara. Para una, hay belleza o cuando menos interés en todo, sí se ve con un ojo suficientemente perspicaz. (Y la estetización de la realidad que hace accesible todo, cualquier cosa, a la cámara es también lo que permite cooptar cualquier fotografía, aun la más obviamente práctica, como arte.) La otra trata todo como objeto de un uso presente o futuro, como materia de cálculos, decisiones y predicciones. Para una actitud, no hay nada que no debiera ser visto; para la otra, no hay nada que no debiera ser registrado. Las cámaras implantan una mirada estética de la realidad por ser juguetes mecánicos que extienden a todos la posibilidad de pronunciar juicios desinteresados sobre la importancia, el interés, la belleza. («Eso da para una buena foto».) Las cámaras implantan la mirada instrumental de la realidad al acopiar información que nos permite reacciones más atinadas y rápidas a lo que ocurre. Desde luego la reacción puede ser represiva o benévola: las fotografías de reconocimiento militar contribuyen a extinguir vidas, los rayos X a salvarlas.
Estas dos actitudes, la estética y la instrumental, parecen suscitar sentimientos contradictorios y aun incompatibles respecto de la gente y las situaciones, y ésa es la actitud contradictoria y absolutamente característica que se espera que compartan y toleren los integrantes de una sociedad que divorcia lo público de lo privado. Y acaso no hay actividad que nos prepare tan bien para tolerar esas actitudes contradictorias como la fotografía, que se presta tan brillantemente a ambas. Por una parte, las cámaras arman la visión para ponerla al servicio del poder: el Estado, la industria, la ciencia. Por la otra, las cámaras vuelven expresiva la visión en ese espacio mítico conocido como vida privada. En China, donde la política y el moralismo no dejan espacio libre para expresiones de sensibilidad estética, sólo algunas cosas pueden fotografiarse y sólo de algunas maneras. Para nosotros, a medida que nos distanciamos cada vez más de la política, hay más espacio libre para rellenarlo con tantos ejercicios de sensibilidad como permitan las cámaras. Uno de los efectos de la tecnología fotográfica más reciente (vídeo, películas instantáneas) ha sido volcar aún más los usos privados de la cámara en actividades narcisistas, es decir, en la propia vigilancia. Pero los usos de retroalimentación mediante imágenes hoy en boga en el dormitorio, la sesión de terapia, y la conferencia de fin de se- mana parecen tener mucho menos impulso que el potencial del vídeo como instrumento de vigilancia en lugares públicos. Cabe presumir que los chinos llegarán con el tiempo a los mismos usos instrumentales de la fotografía que nosotros, salvo, quizás, en este último caso. Nuestra inclinación a tratar el carácter como equivalente de la conducta hace que sea más aceptable una extensa instalación pública de la mirada mecánica exterior que posibilitan las cámaras. Las normas del orden en China, mucho más represivas, no requieren sólo la supervisión de la conducta sino la mudanza del corazón; allí la vigilancia está interiorizada en un grado sin precedentes, lo cual indica que en esa sociedad la cámara tiene un futuro más limitado como medio de vigilancia.
China ofrece el modelo de un género de dictadura cuya idea maestra es «lo bueno», en la cual se imponen los límites más severos a todos los modos de expresión, entre ellos las imágenes. El futuro puede ofrecer otro género de dictadura cuya idea rectora sea «lo interesante», en la cual proliferarán imágenes de todas clases, estereotipadas y excéntricas. Algo así se sugiere en Invitado a una decapitación de Nabokov. Su retrato de un estado totalitario modélico contiene un solo arte, omnipresente:
la fotografía, y el fotógrafo amigable que merodea por la celda del protagonista condenado resulta, al final de la novela, ser el verdugo. Y no parece haber manera (salvo por el sometimiento a una inmensa amnesia histórica, como en China) de limitar la proliferación de imágenes fotográficas. La única cuestión es si la función del mundo de las imágenes creada por las cámaras podría ser diferente de la actual. La función actual es muy clara, si se considera en qué contextos se ven las imágenes fotográficas, qué dependencias crean, qué antagonismos pacifican, es decir, qué instituciones apoyan, a qué necesidades sirven en verdad.
Una sociedad capitalista requiere una cultura basada en las imágenes. Necesita procurar muchísimo entretenimiento con el objeto de estimular la compra y anestesiar las heridas de clase, raza y sexo. Y necesita acopiar cantidades ilimitadas de información para poder explotar mejor los recursos naturales, incrementar la productividad, mantener el orden, librar la guerra, dar trabajo a los burócratas. Las capacidades duales de la cámara, para subjetivizar la realidad y para objetivarla, sirven inmejorablemente a estas necesidades y las fortalecen. Las cámaras definen la realidad de dos maneras esenciales para el funcionamiento de una sociedad industrial avanzada: como espectáculo (para las masas) y como objeto de vigilancia (para los gobernantes). La producción de imágenes también suministra una ideología dominante. El cambio social es reemplazado por cambios en las imágenes. La libertad para consumir una pluralidad de imágenes y mercancías se equipara con la libertad misma. La reducción de las opciones políticas libres al consumo económico libre requiere de la ilimitada producción y consumo de imágenes.
La razón última de la necesidad de fotografiarlo todo reside en la lógica misma del consumo. Consumir implica quemar, agotar; y por lo tanto, la necesidad de reabastecimiento. A medida que hacemos imágenes y las consumimos, necesitamos aún mas imágenes; y más todavía. Pero las imágenes no son un tesoro por el cual se necesite saquear el mundo; son precisamente lo que está a mano dondequiera que se pose la mirada. La posesión de una cámara puede inspirar algo semejante a la lujuria. Y como todas las variantes creíbles de la lujuria, nunca se puede satisfacer: primero, porque las posibilidades de la fotografía son infinitas, y segundo, porque el proyecto termina por devorarse a si mismo. Las tentativas de los fotógrafos de animar la sensación de una realidad mermada contribuyen a su merma. Nuestra opresiva percepción de la transitoriedad de todo es más aguda desde que las cámaras nos dieron los medios para «fijar» el momento fugitivo. Consumimos imágenes a un ritmo aún más acelerado y, así como Balzac sospechaba que las cámaras consumían capas del cuerpo, las imágenes consumen la realidad. Las cámaras son el antídoto y la enfermedad, un medio de apropiarse de la realidad y un medio de volverla obsoleta.
En efecto, los poderes de la fotografía han desplatonizado nuestra comprensión de la realidad, haciendo que cada vez sea menos factible reflexionar sobre nuestra experiencia siguiendo la distinción entre imágenes y cosas, entre copias y originales. Homologar las imágenes con sombras —copresencias transitorias, mínimamente informativas, inmateriales, impotentes, de las cosas reales que las proyectan— convenía a la actitud despectiva de Platón ante las imágenes. Pero la fuerza de las imágenes fotográficas proviene de que son realidades materiales por derecho propio, depósitos ricamente informativos flotando en la estela de lo que las emitió, medios poderosos para poner en jaque a la realidad, para transformarla en una sombra. Las imágenes son más reales de lo que cualquiera pudo haber imaginado. Y como son un recurso ilimitado que jamás se agotará con el despilfarro consumista, hay razones de más para aplicar el remedio conservacionista. Si acaso hay un modo mejor de incluir el mundo de las imágenes en el mundo real, se requerirá de una ecología no sólo de las cosas reales sino también de las imágenes.
En “Sobre la fotografía”, 1973, EE.UU. Ed. Argentina: Alfaguara, Bs.As. 2006